Estoy escribiendo este Blog desde Dallas, Tx; hace exactamente una semana y dos días se produjo en Chile un terremoto seguido de tsunami que devastó casi la totalidad de la línea costera central de mi país. Salir de Chile fue toda una aventura. El aeropuerto estuvo cerrado casi cuatro días y hoy está lleno de tiendas de campaña y zonas cerradas por peligro de derrumbe. Mientras estuve en la fila de chequeo imaginé que algo parecido debe haber sido estar en el aeropuerto de Sarajevo a mediados de los noventa. Y no es para menos, la magnitud de terremoto fue tal alta que se ubicó en el 5º lugar entre los terremotos más poderosos que han sacudido la tierra desde que hay medición. 8,8º en la escala de Richter. Para que tengan una idea, el terremoto de Haití, que se cobró la vida de casi 250 mil personas hace dos meses fue de 7,7º. Mi familia y yo estuvimos en medio del horror en Chile. Despertamos a las 3.35 de la mañana con el típico ruido subterráneo en la forma que percibe la proximidad creciente de un ferrocarril o el despegue de un avión. Luego vino un sacudón que nos lanzó a todos al suelo. Y ahí el tiempo se detuvo. Un movimiento frío, brutal, que duró casi 2 minutos. 2 minutos eternos donde sientes que la vida está a punto de serte cobrada y nada hay que lo impida ni te salve. Muchos ruegan a Dios y le lanzan gritos de piedad. Miras a tus hijos que se tambalean y caen, sientes gritos de pavor y desconcierto, sonidos de platos quebrándose, cuadros que caen de sus murallas, ventanas que estallan, perros que ladran, paredes que crujen, latas que parecen caer muy cerca de tuyo y donde ya nada es posible porque ni siquiera correr donde tus hijos a socorrerlos puedes te es posible…
Chile posee una larga historia de terremotos. En 1960, Valdivia, una hermosa y colorida ciudad del sur del país fue asolada por el que ha sido hasta ahora el más poderoso terremoto de la historia, con 9,6º grados en la escala de Richter y más de 10 mil muertos. En aquel entonces, y al igual que ahora, un maremoto se cebó las costas de un mar Pacífico que sólo tiene ese nombre a esta altura del planeta. Mi padre, que ha vivido 4 terremotos en sus 85 años de vida, incluyendo el de Valdivia, sufrió este último seísmo a no más de 100 kilómetros del epicentro, en la zona de Chillán, y me contaba a través de una escuálida señal de celular que se cortaba cada 3 minutos que éste había sido el peor de todos los terremotos que él ha sufrido, al punto que en medio del estruendo y sin poder salir de su casa a plena noche levantó las manos al cielo y gritando le imploró a un Dios castigador que parara este horror. Que por favor parara este horror. Y ese Dios Altísimo, que nos tiene a todos en su Voluntad y a Su merced, así lo hizo para mi padre y su familia, nosotros, privilegiados, que tenemos la suerte de vivir en casas antisísmicas o incluso más, tuvimos la suerte de no estar en las zonas costeras cuando vinieron las dos olas gigantes que se llevaron la maravillosa vida de cientos de hombres, mujeres y niños que disfrutaban de los últimos días del verano meridional.
Y a eso que llaman suerte, algunos también le llaman “bendición” y otros “fruto del trabajo individual” y “previsión”. Yo le llamo todas esas cosas y le agrego y complemento con “esfuerzo colectivo” en las acciones que hacen que cada uno de nosotros esté al menos protegido con un seguro si sobrevive o nos sobreviven. Pues a pesar que hay más de 500 muertos y unos 200 desaparecidos, son más de 2 millones los afectados por esta crisis. Por su lado, el gobierno calcula que más de 16 mil familias que vivían en viviendas sociales perdieron el 100% de sus casas. Eso sin incluir a todos los cientos de miles que no vivían en viviendas sociales y que también lo perdieron todo y quedan fuera de los planes estatales de protección. ¿Qué ocurre con esa gente? Una parte importante se verá condenada al empobrecimiento. Representantes de la Industria de Seguros estiman en más de 4000 millones de dólares las indemnizaciones que tendrán que pagar, y para dar una muestra de solidaridad, han flexibilizado las denuncias de daño a fin de que los plazos se alarguen durante el periodo de crisis.
Pero seamos claros, ¿Cuántos de esos 4 mil millones de dólares corresponden realmente a indemnizaciones para las poblaciones menos pudientes y que lo perdieron todo en Iloca, Constitución, Cobquecura, Talca, San Carlos (donde viven mis padres) o mismo en Isla de Maipú donde vivo y que al igual que todas las ciudades, villorrios, pequeños poblados y caletas del sur cuenta con más de 80% de sus poblaciones en riesgo de retornar a la pobreza? Probablemente menos de 2% del total de los pagos de siniestros. El terremoto de Chile ha dejado al descubierto un drama mayor. Que ese mentado desarrollo que tanto se admira en el exterior es sólo un fenómeno urbano, y que beneficia sólo a una pequeña parte de la población. No sólo en tanto cuanto a los beneficios de la distribución de la riqueza, sino al acceso a herramientas de calidad en la protección frente al riesgo, como son los micro-seguros. Sin embargo, los microseguros no están desarrollados en este país. Al final será el Estado quien tendrá que pagar por la reconstrucción dejando en manos de políticos y mandos medios, muchas veces ineficientes, la reconstrucción de una precariedad de la que ellos mismos son mayormente responsables al no prever herramientas que transfieran el riesgo.
Ayer, el diario La Nación de Argentina, en una completa nota sobre el terremoto, refería dos realidades que conviven en Chile: un país aspirante a desarrollado, que es invitado a la OCDE (Organización para la Cooperación y el desarrollo Económico), alumno aventajado de los principales fondos y organismos multilaterales y paradigma económico, y otro, muy distinto y oculto, el de un país que vive el día a día, subdesarrollo y en la precariedad de verse expuesto a desastres y calamidades escondidas tras una fachada de exitismo y pretensión. Otro medio, The New York Times en su edición de hoy señala que los verdaderos daños del horror de la semana pasada se encuentran “dentro”, aludiendo tanto a la destrucción de las casas tras las fachadas, como a ese Chile profundo que suele no verse ni mencionarse en foros internacionales y que hoy para su desgracia salió a la luz de la peor forma. Un Chile traslapado que no es distinto al resto de Latinoamérica, zonas y poblaciones completas que van quedando rezagadas porque tanto el desarrollo en sus países, como el acceso a bienes de calidad es “central”, con grandes urbes de centros hiperdesarrollados y mega estructuras de cristal que actúan al mismo tiempo como murallas para ocultar la pobreza que se dispara hacia los márgenes, escalando laderas, cerros y bordes cada vez más alejados. Así ocurre en Lima con zonas como Puente Camote, entre Independencia y San Martín de Porres, y así pasa en Santiago de Chile, tal vez sin la espectacularidad desordenada de Lima, pero con índices de violencia, precariedad y hacinamiento superiores, como sucede en las barriadas de Puente Alto y La Pintana.
Lo que ha dejado al descubierto el Mega Terremoto de la pasada semana es que Chile, con más del 4,0% de su PIB correspondiente a Seguros de Vida, tampoco cuenta con una base estructurada de planes de microseguros para la población. Y eso es algo grave, sobre todo porque la misma presidenta Bachellet reconoció que la reconstrucción del país le tomará al Fisco más de 30 mil millones de dólares. Tal vez sea tarde para los cientos de miles de familias que en este preciso momento duermen en tiendas de campaña y observan con preocupación creciente que este 21 de marzo termina el verano y comienza el otoño.
Y, de ahí, el crudo invierno, la lluvia, el viento frío y gélido del sur.
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